domingo, 5 de noviembre de 2017

A 42 años de la muerte de Agustín Tosco: un luchador antipatronal



GREMIALES

Ante un nuevo aniversario de la muerte de uno de los principales dirigentes en la historia del movimiento obrero argentino, recordarlo implica la posibilidad sacar conclusiones para la lucha y el futuro de la clase trabajadora.

La noticia de su deceso circula de boca en boca con la velocidad de las malas nuevas. Los medios de comunicación guardan silencio o retacean la información todo lo posible. Sin embargo, el hecho es conocido, se declara un paro y numerosos trabajadores abandonan sus tareas para unirse a las exequias. Oficialmente, Agustín Tosco muere en Córdoba, el 5 de noviembre de 1975.
Vuelvo a encontrarme con Susana Funes.
¿Tosco tuvo una última voluntad?
Sí, varias veces me había dicho: “Susana, si me pasa algo quiero que me velen en el sindicato”.
¿Fue así?
No, no pudo ser. El sindicato estaba en manos de los fascistas y no podíamos arriesgarnos a perder su cuerpo.
(Han pasado muchos años desde el día de la muerte. En la voz de la mujer ese día fue ayer.)
Agustín Tosco es velado en la Asociación Redes Cordobesas. Se organiza una colecta popular para enfrentar los gastos del sepelio.
Durante la noche del 6 de noviembre, un desfile incesante de trabajadores se aproxima para darle su adiós. También se hacen presentes dirigentes políticos, como el ex presidente Arturo Illia, gente de los barrios, estudiantes, militantes sindicales y de las organizaciones guerrilleras.
Nadie quiere esquivar el cuerpo en la despedida al dirigente obrero perseguido. Nadie acepta quedarse con un dolor sin respuesta a solas.
El mal estado del tiempo no arredró a la gente que creció en su número, que se mantuvo firme. Antes tuvieron que vencer el estupor: sí, el Gringo había muerto.
Una docena de oradores se suceden ante sus restos. Pálidos, consternados, fumando a más no poder.
Cuando alrededor de los cinco de la tarde mengua por instantes la lluvia, sus compañeros deciden iniciar la marcha hacia el cementerio de San Jerónimo.
Unas seis mil personas participan en los primeros tramos del cortejo fúnebre que avanza por las calles Roma y Sarmiento; se suman a la columna varios centenares más. Son muchos los que observan desde las veredas, son también muchos los que bajan la cabeza. Desde los balcones de los edificios caen flores. Al llegar al puente Sarmiento la multitud supera las diez mil personas. Hay banderas argentinas y también algunas rojas. Flamean juntas, sobre el silencio.
En tanto, el dispositivo represivo se hace cada vez más evidente. Allí están los inconfundibles matones armados sobre los techos del Automóvil Club Argentino. Tampoco faltan los patrulleros, la policía montada, las cuadrillas con perros, ni los autos verdes con policías de civil que ostentan sus itakas. Se ven hasta helicópteros sobrevolando el cortejo en clara actitud de intimidar.
Pero la marcha continúa y se sigue sumando gente. Siguen cayendo claveles rojos y de pronto la lluvia. La columna ya ocupa todo el ancho de la avenida y tiene varias cuadras de largo. Son más de veinte mil los que están presentes, a pesar de las amenazas y la lluvia, cada vez más intensa, de primavera.
Se escuchan consignas: “Se va a acabar, se va a acabar, la burocracia Sindical” es acaso la cantada con más rabia.
La policía y los matones del gobierno aumentan su provocación. Los testigos recuerdan risas, burlas, gestos obscenos y las armas que ahora no sólo se llevan sino también se ostentan con ruido, con movimientos gruesos.
El cortejo dobla por la calle Zanni para cubrir las últimas cuadras que conducen al cementerio. En la plaza que está a su frente, aguardan otros tres mil militantes.
Quienes estuvieron presentes cuentan que, pese a la multitud, en el lugar el silencio era abrumador. “Las palabras ya no valían nada”, dice ahora, con voz entrecortada un viejo luchador sindical. La idea es trasladar el féretro hacia el panteón de la Unión Eléctrica. Frente a sus restos los oradores se aprestan a concluir el acto. Después de la dignidad del silencio, la dignidad de la palabra para despedir a un hombre digno. Habla en primer término una maestra, después un estudiante, con la misma claridad, con igual emoción. Más de uno llora sin darse cuenta, tal vez crea que es la lluvia que no cesa. Finalmente es el turno del secretario de la Unión Obrera Gráfica de Córdoba. En ese momento la policía y los matones inician el ataque. Golpes, culatazos, ráfagas de ametralladoras. Es el desbande. Muchos corren. Otros buscan seguridad tirándose cuerpo a tierra. Se ven mujeres con criaturas refugiándose detrás de las bóvedas. Hay heridos. Hay impotencia en la gente desarmada. Se impide trabajar a periodistas y fotógrafos. Se practican decenas de detenciones. En medio del desconcierto, una pareja busca con desesperación al hijo que se soltó de su mano. Es cuando un obrero de Luz y Fuerza, desafiante, grita: “Todos somos Tosco”. “El Gringo vive.” Habrá un silencio. Y luego, como un eco, como una tromba marina, el grito de todos: “El Gringo vive”. Hay momentos que marcan la realidad, la convierten en símbolo y en historia. Este será uno de ellos.
¿Por qué durante tantos años en la lápida no se puso una placa con su nombre y apellido?
Pienso que fue una medida tomada por sus amigos para proteger sus restos, más de uno se la tenía jurada y esos tipos son capaces de cualquier barbaridad  responde el cuidador del panteón que guarda los restos de Agustín Tosco.
Es bueno recordar que cuando nos íbamos, habríamos dado unos cincuenta pasos, aquel hombre moreno y bajo, de pelo bravío, se acercó corriendo y agitado dijo: “Tengo un trabajo de mierda, de estar todo el día con la muerte mi vida se volvió una mierda… Pero yo tuve mi mejor momento y no lo olvido”.
Prende un cigarrillo, y dice, y se desahoga. “Había una huelga general, los muchachos del cementerio también fuimos. Nos dispersaron a palos, la policía nos daba duro, de pronto me vi cerca de Tosco, era un gigante, me puse detrás y sin que él lo supiera le cuidé la espalda. Era un tipo hermoso, el Gringo.
En esa media hora de palos y palos me olvidé de la muerte y yo, que soy un cagón, no tuve miedo. Esta historia es lo mejor que tengo. ¿Qué cosa, no?”.
Se volvió corriendo a su trabajo, pero de pronto se paró y casi a los gritos dijo: “Me llamo Justo, y a mi hijo le puse Agustín…”.
No era el mejor lugar, pero lo vi reír.
Y después en un solo movimiento que fue lento en el inicio y decidido al final levantó su puño cerrado hacia el cielo.
Fuente: Agencia Walsh
Fuente: El Ortiba

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